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BLED

  

Las primeras imágenes que surgieron de mi proyecto sobre la inmigración árabe en Cartagena, fueron una serie de autorretratos vestida con la Burka, observando mi imagen ante el espejo. En esa fotografía, mis ojos me miran a mi misma, ubicándome en el lugar del Otro, en una suerte de desplazamiento del yo convertido en sospechoso de si mismo. Tres años después de esas imágenes, y luego de un trabajo de campo, había reunido varios documentos que daban cuenta de mi proceso: por un lado, el álbum familiar de mis amigas árabes, que contenía la historia de su familia oriental, los pasaportes de sus padres, y el recorrido de su viaje, guardados celosamente al lado de las fotografías de los bombardeos de Israel a Beirut, durante la guerra de 1982. De otra parte, tenía dos registros documentales: una entrevista que Antoinette me había permitido grabar en las nunca olvidadas palabras de su lengua, y el registro de la voz de Julieta, interpretando “Nahna Wal Amal Jiran” una canción popular libanesa que cantaba su padre. Mas adelante, durante la realización del video en el mercado de Bazurto, comprendí de primera mano aquel concepto de Hegel, Marx y Lacan, que habla de ese Otro que conforma nuestro Yo, siendo la contradicción la premisa vital que nos construye. Finalmente, al cruzar la sonoridad de Bazurto con todos los demás registros, mi propuesta completó su sentido. Por su carácter híbrido y heterogéneo concebí este proyecto desde la polisemia: un cruce de imágenes y sonidos que diera cuenta de todas las voces.

 

Muriel Angulo

2008

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Autorretrato nante el espejo

2005

Bled

En América había oro por el piso

 

Soy cartagenera y vivo en Bogotá desde hace muchos años. Voy a Cartagena con  frecuencia, visito a mi familia, recorro la ciudad; y aunque he perdido un poco de su cotidianidad, todavía guardo intacto el recuerdo de los años que viví en la casa de mis abuelos en El Cabrero; regresar activa ese tiempo real e imaginario que ha sido definitivo en mi memoria.

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La vida en Cartagena era diferente; El Cabrero era un barrio pequeño y nuestros vecinos tenían orígenes muy diversos: catalanes, italianos, alguno que otro judío y un grupo de familias  árabes que eran los inmigrantes más numerosos. Habían llegado a Colombia huyendo de la guerra y se habían dejado seducir por la ciudad. Sus costumbres eran diferentes, comían diferente, hablaban diferente. Hace unos meses, mi hermano me comentó que estaba muy afectado con la sorpresiva muerte de uno de sus compañeros de trabajo “…me preguntó por ti el otro día…” me dijo. No sabía de quién me hablaba, hasta que, en medio del relato, resultó ser uno de mis amigos de infancia. Aunque un poco borroso, el recuerdo de el turco -como despectivamente les dicen a los árabes en Cartagena- tomaba forma cuando evocaba su casa frente al malecón de Marbella; allí jugábamos hasta muy tarde y al regresar mi abuela preguntaba: “¿Muriel, qué hacías donde los turcos?” sospechar del Otro, se había convertido en costumbre. La discriminación del moro, del negro, del indígena, había hecho carrera desde la colonización española y era parte de nuestra herencia; pero a pesar de los prejuicios sociales y raciales de una pequeña burguesía blanca, que ignora peligrosamente que sólo aquellos pueblos que unen sus conocimientos y sus cuerpos, pueden evolucionar, los inmigrantes árabes inseminaron nuestra cultura y enriquecieron nuestro imaginario.

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Aunque ya existía la presencia de comerciantes árabes en algunos pueblos de Bolívar, los primeros migraron hacia  Cartagena a finales del siglo XIX; tenían como destino Norte América, pero por trámites de aduana y pocas oportunidades en ese país, decidieron atracar en Puerto Colombia, Barranquilla, en el Caribe colombiano. Los primeros llegaron en 1880, eran de mayoría cristiana y venían de Siria, Líbano y Palestina; un grupo se quedó en Barranquilla, otro se estableció en Cartagena, Santa Marta, Lorica, Cereté, Sahagún, Montería y allí se quedaron para siempre. Sus negocios prosperaron y su hospitalidad se regó por toda la zona. Su origen fenicio los había convertido en diestros comerciantes y hasta la ciudad traían sedas, jabones, almendras, agua de azahar. Nuestras costumbres se fueron mezclando; en Lorica Saudita como la llaman, se oye hablar en árabe; Belén, Miniara y Zahle, son ciudades hermanas de Cartagena. ¿Caribe sin influencia árabe? imposible; no conoceríamos el azar, ni el azahar. El mestizaje nos ha llevado al creativo terreno de la impureza, de lo bastardo, de lo infiel. “Es tan bueno el quibbe, que hasta a los turcos les gusta” reza un dicho costeño.

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Sin embargo, aunque se han integrado a la sociedad cartagenera y costeña, los árabes siguen siendo los Otros. “Es linda, pero es turca” comentan. Desde el discurso hegemónico occidental, La campaña de estigmatización de lo árabe ha conducido a identificar este mundo sólo con esas zonas inhóspitas por donde deambulan seres desnutridos y fantasmales. Se ha pretendido identificar lo árabe con lo atrasado.1 Ya Barthes lo había dicho: somos pensados por la cultura, por la educación, por la familia, por la religión. Necesitaba observar y observarme, hablar con mis amigas árabes, aprender de la historia, de la experiencia, y del relato.

Aunque ya existía la presencia de comerciantes árabes en algunos pueblos de Bolívar, los primeros migraron hacia  Cartagena a finales del siglo XIX; tenían como destino Norte América, pero por trámites de aduana y pocas oportunidades en ese país, decidieron atracar en Puerto Colombia, Barranquilla, en el Caribe colombiano. Los primeros llegaron en 1880, eran de mayoría cristiana y venían de Siria, Líbano y Palestina; un grupo se quedó en Barranquilla, otro se estableció en Cartagena, Santa Marta, Lorica, Cereté, Sahagún, Montería y allí se quedaron para siempre. Sus negocios prosperaron y su hospitalidad se regó por toda la zona. Su origen fenicio los había convertido en diestros comerciantes y hasta la ciudad traían sedas, jabones, almendras, agua de azahar. Nuestras costumbres se fueron mezclando; en Lorica Saudita como la llaman, se oye hablar en árabe; Belén, Miniara y Zahle, son ciudades hermanas de Cartagena. ¿Caribe sin influencia árabe? imposible; no conoceríamos el azar, ni el azahar. El mestizaje nos ha llevado al creativo terreno de la impureza, de lo bastardo, de lo infiel. “Es tan bueno el quibbe, que hasta a los turcos les gusta” reza un dicho costeño.

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Decidí entonces conversar con Leyla Zammata, mi amiga cartagenera de origen libanés y oír sus experiencias. Sus padres habían llegado a Cartagena en busca de una vida mejor y allí habían nacido ella y sus hermanos. Ese día, Nadia su hermana, Julieta Kappaz, de ascendencia siria, Antoinette Dahrouj nacida en Zahle, Líbano, Leyla y yo, conversamos toda la tarde. Me hablaron de su exilio, del bled *, de su tierra, de su lengua, de su comida: gran parte de su vida gira alrededor de sentarse a la mesa, a celebrar. Me mostraron sus álbumes de familia, los pasaportes de sus padres, el recorrido de su viaje, las fotografías de los bombardeos israelíes a Beirut, tomadas por su mamá y guardadas celosamente al lado de las imágenes familiares. Nos sentamos a la mesa, comimos quibbe, tabbouleh, galletas árabes; nos reímos, tomamos te y café.  “Cuando mi mamá no quería que le entendiéramos, hablaba en árabe” decía Leyla.“Nosotros les enseñamos a los cartageneros a comer verduras” recordaba July. “En América había oro por el piso” comentaba Nadia recordando a su padre. Sus palabras fueron reveladoras; el relato comenzaba a aparecer.

En América había oro por el piso 1 cop

En Colombia había oro por el piso

2005

Así que me fui a Cartagena. Quería saber cómo eran esas relaciones ahora. Como cartagenera raizal era importante hablar del tema en voz alta, mas aún en estos tiempos en los que la discriminación localizada y globalizada ponen en duda la validez del pensamiento diferente. Pregunté por los árabes, por su comida, por sus mujeres, por sus costumbres; hablé con la gente, me pregunté a mi misma. A algunos les pareció tan corriente el asunto, que omitieron la respuesta o simplemente la evadieron. Y fue precisamente ahí, en esa velada negación del otro, en esa aceptación a medias, donde encontré mi incomodidad y mi rabia; terreno fértil el de la rabia, porque era lo que necesitaba: hablar de lo que no se habla, “Hacer visible lo invisible” decía  Paul Klee.

Bazurto.  2005

En busca de una forma para mi proyecto, recorrí la ciudad, pregunté en los agáchates, oí la algarabía de la gente, los gritos del rebusque, la música ensordecedora de los picós, hasta que llegué al mercado de Bazurto. El mercado era importante para mi proyecto. En su libro Tradición y Disidencia2, Juan Goytisolo rinde un tributo a la plaza de mercado de Xemáa el Fna como el lugar de todas las voces, del Otro por excelencia. Consciente de las semejanzas y las diferencias entre los dos espacios culturales y sociales decidí recorrerlo. Me habían hablado de Bazurto como un lugar inseguro, tomado por fuerzas paramilitares y extrañas; pero a pesar de la barbarie que se vive por por el hambre, la basura y la pobreza, la bulla del vallenato y la champeta invaden todo el espacio. Caminé entre frutas, verduras, fritos, zapatos, ron, moscas; y mientras  buscaba un lugar seguro para mi mirada, recordé las palabras de July “…les enseñamos a comer verduras”. El sparring del bus me había advertido que cuidara la cartera, así que guardé la videocámara en mi mochila y comencé a grabar desde el miedo. El resultado fue sorprendente. La experiencia me había obligado a mirarme a mí misma ante el temor de lo desconocido. Yo era el Otro que habitaba en mí.

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A sabiendas de que somos construidos por el discurso y las prácticas sociales, y que, para construir nuestra identidad individual y social necesitamos al otro que actúe como espejo3  comencé a vincular los archivos que había reunido: el álbum familiar, los documentos del viaje, la conversación con mis amigas, el recorrido por la ciudad y los autorretratos vistiendo la burka o chador, imágenes que surgieron como una pregunta sobre el otro que nos habita; miré con detenimiento todo el material, y fui estableciendo relaciones en tiempo y espacio, seleccionando las imágenes que creía imprescindibles para mi proyecto. Conociendo la importancia de la lengua como guardiana de la memoria, grabé la voz de mi amiga Julieta, de ascendencia siria, interpretando “Najna W´l Amal Yiran” que en español traduce “Nosotros y la luna somos vecinos”, canción popular libanesa que cantaba su padre. Por último, a manera de contrapunto, crucé la imagen y la sonoridad del mercado de Bazurto con todos los demás registros.

 

Por su carácter híbrido y heterogéneo concebí este proyecto desde la polisemia: un cruce de imágenes y sonidos que diera cuenta de todas las voces.

Muriel Angulo

2008

3- Vargas Pilar. Suaza Luz Marina. Los árabes en Colombia. Bogotá. Ed. Planeta. 2007. p 34.

 

Bibliografía

Maalouf Amin. Las cruzadas vistas por los árabes.  Alianza Editorial. España 2007.

Goytisolo Juan. Tradición y disidencia. Fondo de Cultura Económica. México 2003.

Kapuscinski Ryszard. Encuentro con el Otro. Editorial Anagrama. España 2007.

Silva Armando. Album de Familia. Editorial Norma 1998.

Said W. Edward. Representaciones del intelectual.  Debate. Colombia 2007.

Todorov Tzvetan. Nosotros y los otros. Siglo veintiuno editores 2005.

Vargas Pilar. Suaza Luz Marina. Los árabes en Colombia. Bogotá. Editorial Planeta 2007.

3- Vargas Pilar. Suaza Luz Marina. Los árabes en Colombia. Bogotá. Ed. Planeta. 2007. p 34.

 

Bibliografía

Maalouf Amin. Las cruzadas vistas por los árabes.  Alianza Editorial. España 2007.

Goytisolo Juan. Tradición y disidencia. Fondo de Cultura Económica. México 2003.

Kapuscinski Ryszard. Encuentro con el Otro. Editorial Anagrama. España 2007.

Silva Armando. Album de Familia. Editorial Norma 1998.

Said W. Edward. Representaciones del intelectual.  Debate. Colombia 2007.

Todorov Tzvetan. Nosotros y los otros. Siglo veintiuno editores 2005.

Vargas Pilar. Suaza Luz Marina. Los árabes en Colombia. Bogotá. Editorial Planeta 2007.

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