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YO SOY LA LOBA BLANCA

 

 

 

Cada vez que miro mi piel, me pregunto cómo ha sido posible que después de tantos siglos de herencia negra y mulata, una cartagenera siga siendo tan blanca como su tatarabuela y ella tan blanca coma la suya. Y cierro mis ojos y repaso la historia de mi vida situándola dentro de la historia de mi ciudad. Y como un mar de leva se vienen a mi memoria imágenes, frases, palabras, miradas, escarnios y humillaciones que siguen intactas siglos después. Como todos los pueblos del Caribe, los cartageneros somos fruto de un festín de pieles, lenguas y culturas, hijos bastardos de una sociedad colonial que impuso mitos y creencias, estatutos coloniales de castas, edictos de expulsión y limpieza de sangre, que desde 1492 atravesaron nuestros mares implantándose a fuerza de cruz y de espada en las tierras de Abya Yala. Un dispositivo imperial que produjo uno de los mayores holocaustos de la humanidad, que al día de hoy continúa inscribiendo la secesión en nuestros cuerpos cada vez que olisqueamos al Otro. Y es que Cartagena cuenta la misma historia de los grandes puertos del Caribe: una ciudad amurallada y militar, plaza fuerte del oro colonial, ahíta de sambenitos y vida licenciosa, inquisiciones monacales, valses, polkas, mazurkas y tambores africanos que dieron paso a un vasto cruce de lenguas, costumbres, imaginarios, músicas, culturas y tradiciones que gestaron nuevos territorios simbólicos y festivos preparando desde muy temprano nuestros cuerpos para las calendas. Y en medio de toda esta barahúnda de músicas, sangre y oro, la esclavitud y la encomienda se convertían en grandes empresas de cacería, tortura y muerte de africanos esclavizados, prósperos negocios que se relamían el hocico bestializando y sacrificando seres humanos para saciar la avaricia de los blancos de Castilla.

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Ser blanca en Cartagena. Una frase que retumba en mi cabeza. Una blanca como yo, que lleva en su cuerpo la sangre africana y rebelde de Pedro Romero, líder del 11 de noviembre de 1811 día de la Independencia de Cartagena, conviviendo amotinada con mi otra sangre judío sefardita de origen portugués, precursora del tráfico de africanos en América y el mundo. Mi cuerpo es un atávico campo de batalla. Ser blanca en Cartagena: palabras que estallan en mi memoria. Busqué refugio en la vigorosa poética de “Changó el Gran Putas” de Manuel Zapata Olivella, y me sumergí en la dolorosa travesía del muntu africano hasta el territorio sagrado de Abya Yala, tierra raptada, desflorada y convertida en América por los invasores que satanizaron sus dioses para callar el grito milenario de sus cantos y tambores. Comenzaba el genocidio, el sometimiento sistemático y deliberado de millones de indígenas y africanos, la esclavización, el holocausto evangelizador y civilizatorio que inauguraría la empresa colonial más sangrienta de la historia, la acumulación capitalista a cambio del vasallaje, la servidumbre, el desprecio y la desposesión del otro. Ser blanca en Cartagena. Una frase que retumba en mi cabeza. Los cartageneros somos herederos de músicas, cantos, pianos, flautas y tambores pero también de lo decible y lo indecible, del oro maldito, de la guerra y la codicia colonial, así como del bienaventurado amancebamiento entre blancos, negros, caribes, árabes, zenúes, yurbacos, portugueses, españoles, ingleses y holandeses y muchos otros, un trabalenguas de adulterios e infidelidades, bastardos e ilegítimos, soberbia epifanía de nuestra cultura. Ser blanca en Cartagena. Los salvajes no tienen alma, los negros no pueden ser hijos de Dios, repetía en oración Isabel La Católica, mientras Bartolomé De las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda decidían sobre la humanidad de quienes habían bestializado. Era el odio santificado, principio del racismo estructural. Los blancos cartageneros no podemos evitarlo: los verdugos están por todas partes. Los abolengos esclavistas nos persiguen, nos rastrean y aúllan como lobas blancas en las noches de mar de leva. Nos hablan al oído, nos amenazan, nos seducen, copulan con nuestra altivez. Y parimos hijos bastardos que nos huelen sin reconocernos, lamiéndonos con sus lenguas sarnosas y sus pústulas sedientas de rencor. Son los mismos que una noche tormentosa atracaron en nuestras playas con sus naos repletas de mujeres y hombres africanos a la espera del horror. La matanza estaba fresca: miles de musulmanes y judíos habían sido sacrificados en el Al Andaluz víctimas de la pureza de sangre de la cristiandad. En su Discurso sobre el colonialismo en 1950, Aime Cesaire, anota: Lo que el burgués en el fondo no le perdona a Hitler, no es el crimen en sí, no es la humillación del hombre en sí, sino el crimen contra el hombre blanco. Hitler es hijo legítimo de Europa.

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Capitalismo, racismo, colonialismo, exterminio. La violencia, partera de la historia, cómplice de la acumulación original, decía Karl Marx: las hienas de la codicia recorren de principio a fin el sangriento relato de nuestra historia. Millones de sacrificados, incontables noches de holocaustos y hogueras en las que Cartagena fue protagonista del espanto. Era el pasado esclavista que estallaba en mi memoria, dinamitando los estatutos de mi herencia. Eran las carimbas que ardían en la piel rebelde de Manuel Zapata Olivella, Aimé Cesaire, Jorge Artel, Frantz Fanon, Delia Zapata Olivella, Pedro Romero, Benkos Biohó, Candelario Obeso, Eric Williams, Juan José Nieto, Malcolm X, James Baldwin, Nicolás Guillén, Jorge Artel, Raoul Peck y todos los que abrieron mis ojos. Ser blanca en Cartagena. Miré de frente el deshonor, descubriendo cara a cara los rostros del olvido, y desperté del largo sueño para que mi memoria hablara. Y fueron invocados. Y comencé el ritual. Y repetí cientos de veces la ceremonia. Uno a uno, piel a piel. Veinticuatro horas, día tras día rescatando sus ojos, descubriendo su piel, descifrando su rabia, su miedo, su dolor. 360 rituales haciendo y deshaciendo sus memorias, exorcizando los estatutos de limpieza de sangre que en 1492 la Corona española y la Iglesia Católica en el más repudiable acto de racismo que recuerde la humanidad, exterminaran a miles de africanos, judíos y musulmanes, un genocidio que los bañaría en sangre y que en el siglo XX encarnaría en el holocausto nazi.

 

Hoy, casi nada ha cambiado. El odio de clase y el racismo siguen intactos. El capitalismo acelera su ritmo, cambia de traje, se recicla y ostenta nuevos dueños. La resistencia negra continúa exigiendo igualdad de condiciones frente a los blancos. El holocausto sigue su marcha y la ciudad, separada por colores, fragmentada entre nosotros y los otros en un festín de lenocinios aullando tras la gran comilona. Son las lobas blancas, decía Manuel Zapata Olivella, el legado de Europa, los hijos de Caín. ¿Hasta cuándo? El tribunal de la conciencia nos espera: comencemos. Nunca es tarde para mirarnos a los ojos, rectificar el camino y comenzar de nuevo.

 

Muriel Angulo

Cartagena, agosto 2022

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